sábado, 10 de noviembre de 2012

Apocalipsis senil

Era una tarde de verano, con un cielo oscurecido por nubes negras e iluminado fugazmente por unos intimidantes rayos. No recordaba haber presenciado una tormenta eléctrica tan violenta en toda mi vida.

En la televisión, la programación se interrumpió para dar un informativo de urgencia: “La localidad de Herencia vive momentos de auténtico caos después de que varios de sus vecinos hayan adoptado repentinamente una actitud extremadamente violenta, lo que ha provocado varios heridos y numerosos daños en el mobiliario urbano. Se recomienda no salir a la calle hasta nuevo aviso”.

¿Cuál sería el motivo de este extraño suceso? Tras plantearme varias hipótesis sin éxito, me percaté de una cosa: todo había comenzado a la vez que la tormenta. Pero, ¿por qué sólo había afectado a Herencia y no a los demás pueblos de la zona? Debía haber algo que amplificase los efectos de la tormenta… ¡La emisora! El repetidor de televisión amplificaba las ondas electromagnéticas producidas por los rayos.

Aun así era absurdo. Había algo que se me escapaba, ¿por qué la radiación no nos afectaba a todos por igual? Daba igual, debía ir a la sierra y hacer que el repetidor dejase de funcionar. Aunque primero tenía que llegar al coche, que se encontraba en casa de mis abuelos.

Salí a la calle que, por suerte, estaba desierta. Empecé a correr. A lo lejos, vi a unos ancianos golpeando salvajemente un coche. Varios contenedores ardían. Más personas mayores corrían todo lo que les permitía su edad. No había rastro de gente joven.

Ahí estaba la solución: la radiación sólo afectaba a aquellos con prótesis. Las partes metálicas captaban las ondas, interfiriendo en el sistema nervioso y provocando aquella agresividad.

Seguí corriendo, algo aliviado al pensar que, al menos, no podrían darme alcance por no poder correr tan rápido como yo. Corría cada vez más deprisa, de una forma casi irracional. Algo no iba bien en mi cabeza. “Claro, los empastes dentales”. Conseguí que la parte racional de mi mente se impusiese y me calmé un poco.

Por fin llegué al coche. Me monté en el viejo Opel Corsa rojo y puse rumbo a la emisora. Cuando llegué y me encontré delante de la enorme torre no supe qué podía hacer; subir allí arriba era una locura. Mientras pensaba una solución, un informativo interrumpió mis pensamientos y la música que sonaba en la radio del coche: “La situación en la localidad ciudadrealeña de Herencia vuelve a la normalidad…”

Un rayo de sol se coló entre las nubes y me dio en los ojos. La tormenta había terminado. Todo mi esfuerzo había sido en vano aunque, afortunadamente, todo había acabado bien.

martes, 4 de septiembre de 2012

Ninjas en busca de la felicidad

Era de nuevo septiembre y, un año más, comenzaba el nuevo curso. Para aquél primer día, los profesores se conformaban con presentar cómo se desarrollarían cada una de las asignaturas a lo largo del curso. En ese momento era el turno de Ángel Pérez, profesor de Ampliación de Operaciones de Separación. “¡Uf, otra vez con este hombre!”, pensé.

En la hora siguiente, se introducía una asignatura de nombre extraño, en plan onomatopeya de cómic de superhéroes. Parecía interesante, por lo que me quedé a ver de qué trataba, aunque no estaba matriculado. El profesor era un hombre de origen árabe, aunque hablaba un inglés fluido.

—Si las clases se dan en inglés, hago un cambio en la matrícula, que puede ser útil ir cogiendo un poco de vocabulario —le comenté a uno de mis compañeros.

Al final me matriculé en la asignatura, aunque después descubriría que poco tenía que ver con la Ingeniería Química. Allí nos convertirían en ninjas profesionales, enseñándonos artes marciales y una estricta disciplina —aunque yo partía con algo de ventaja, debido a mis años de práctica de karate—. También nos inculcaban valores como el respeto, y era obligatorio saludarse siempre con un solemne “salaam”, tal era la costumbre en el país del profesor.

Pasado el curso, teníamos que enfrentarnos a una prueba final: deberíamos subir una pirámide en cuya cima se encontraba el secreto de la felicidad. La pirámide era de estilo maya y se encontraba en un claro de una selva. Por el camino, deberíamos combatir contra el resto de alumnos, ya que sólo uno podía conseguir el premio.

Mi primer oponente era el hijo del profesor. Lo derribé tras golpearle un puñetazo en el estómago y, una vez en el suelo, le quité las gafas y las lancé lejos de su alcance, dejándole fuera de combate al no poder ver bien.

El segundo oponente era un hombre albino musculoso de casi dos metros de estatura, intimidante. Intentaba disimular su albinismo utilizando unas lentillas azules que disimulaban sus ojos rosados. El combate fue agotador, pero finalmente vencí.

Llegué a la cima y allí estaba el profesor.

—Has llegado el primero, tan sólo tienes que atravesar la puerta para encontrar el secreto de la felicidad —me dijo.

“No puede ser tan fácil, seguro que es una trampa”, pensé. Miré la puerta y vi que le faltaban las bisagras. “No es tan importante la puerta como lo que nos permite abrirla”, recordé súbitamente. Allí estaba el secreto, en las bisagras. Las cogí de encima de la mesa de piedra donde se encontraban y las introduje en un arcón. Como si fuese lo más lógico del mundo, eché también un poco de hiedra que colgaba por las paredes y una copa de vino que había por allí. Empezaron a salir vapores y, una vez que hubo reaccionado, en el fondo del arcón sólo quedaba una pequeña caja tubular.

—Bien, has conseguido superar la última prueba —me felicitó el maestro.

De repente, en la sala, se encontraban mis padres felicitándome, nerviosos por conocer el preciado secreto. Abrí el tubo y dentro había entradas para todos los partidos del Atlético de Madrid de la temporada.

—Bien que lo vas a disfrutar, ¿verdad, papa? —le dije a mi padre, sonriente, entregándole las entradas.

Aunque no era algo que me entusiasmase, el premio me hizo bastante feliz. Entonces comprendí que el secreto de mi felicidad estaba en hacer felices a los demás.

miércoles, 4 de julio de 2012

Semana Santa, Chiquito y tacaños

Era Semana Santa y yo había ido acompañando a mis padres a ver cómo sacaban a los pasos de las ermitas. Los anderos parecía que tuviesen prisa y comenzaron la procesión a una velocidad pasmosa, prácticamente corriendo.

Después del fugaz espectáculo, entramos en un bar. En una pantalla gigante, estaban proyectando un videoclip del grupo Majara. En él iban saliendo cada uno de los miembros de la banda en mitad de un descampado, con sus instrumentos, acompañados de unos letreros en los que aparecía qué equipo llevaban, dónde lo habían comprado y el precio. A destacar el pie de micrófono del cantante, comprado en Lidl por el módico precio de diez euros. Tras presentar a los integrantes del grupo, comenzaba el videoclip en sí: un vídeo con aires western protagonizado por Chiquito de la Calzada en el papel de enterrador, que orinaba en unos arbustos.

Una vez que acabó el vídeo, decidimos cambiar de sitio y fuimos a un pub que había al cruzar la carretera. En ese momento, sonaba el "Beat It" de Michael Jackson. Sobre la barra, había un cartel que rezaba:

2 tweeets X 1 €
Pedir canción 1 €

Al parecer, en aquél sitio cobraban por usar Twitter, aunque utilizases tu propio móvil y tu propia conexión 3G. Y para colmo, si querías que pusieran alguna canción, tenías que ir con el dinero por delante. Nuevas formas de financiación en tiempos difíciles...

jueves, 14 de junio de 2012

De héroes, perros y Clios blancos

Cae la noche en Gotham City. Una Gotham City increíblemente parecida a Ciudad Real. En un lo alto de un bloque de pisos, recorta su silueta a la luz de la luna llena un hombre envuelto en un capa. Aquí no hay altos rascacielos y la pose de Batman no es tan espectacular como en los cómics o películas. 

Su archienemigo, el Joker, ha vuelto a escapar de Arkham y planea algo. Ha llegado a los oídos de Batman que el Pequeño Ayudante de Santa Claus, el perro de la familia Simpson, ha sido secuestrado. Seguramente que ambos sucesos, la fuga del Joker y el secuestro del perro, estén relacionados. 

Baja Batman de la azotea de un salto, cayendo majestuosamente a la calle. Camina deprisa entre la gente, que clavan sus ojos en él, curiosos, pero no demasiado desconcertados. Los ciudadanos de Gotham ya están acostumbrados a la presencia de Batman. Por fin llega al lugar dónde tenía aparcado el Batmóvil: la puerta de un pub con las paredes decoradas con dibujos llamado el Living Room. El coche se trata de un Renault Clio de color blanco, un coche pequeño, ideal para encontrar aparcamiento si no dispones de una plaza de garaje. 

Batman irrumpe en la guarida del Joker. El sitio es oscuro y está lleno de aparatos tecnológicos muy diversos y amenazantes, al estilo del laboratorio del Doctor Doofersmith. Entre ellos está el pequeño Ayudante, un ser bidimensional embebido en una realidad de tres dimensiones. Su cola ha sido sustituida por un artilugio robótico que menea feliz por ver a Batman. De detrás de uno de los aparatos aparece el Joker, sonriendo, sorprendido de que Batman hubiese dado tan pronto con sus planes. 

No hay tiempo para explicar el malvado plan: me tengo que levantar e ir a clase…

miércoles, 30 de mayo de 2012

En brazos de la fiebre

Estoy tumbado en la cama, sudando, ardiendo de fiebre. Muerto de frío, me arropo hasta el cuello. No tengo sueño pero poco a poco voy perdiendo consciencia de la realidad que me rodea. Es una mezcla de sueño y delirio, provocado por la enfermedad. Los ojos se me van cerrando y voy abandonando la habitación.

De repente estoy en un espacio diáfano, de una blancura impoluta. Es una luz tan blanca y brillante que emborrona la visión. A lo lejos se ve una figura difusa. No se adivina qué es, pero sí se intuye una amalgama de colores vivos.

Me voy acercando. Las formas de la misteriosa figura se van definiendo, creando cada vez más claramente la silueta de un hombre. Hay algo a su lado, una forma prácticamente cúbica que le llega al hombre a la altura de la cintura.

Cuando alcanzo al hombre, descubro que es un payaso y que, aquello que había a su lado, era una lavadora. Ya había visto antes a ese hombre. Un recuerdo: la televisión de mis abuelos y un anuncio de detergente. Sí, ese hombre no podía ser otro que El Payaso de Micolor.

“¿Qué habrá sido del aquél otro payaso, ese que acababa con el traje descolorido?” Me pregunto en silencio. No hablo con el payaso, parece ocupado haciendo la colada.

De repente escucho algo a lo lejos. No parece un simple ruido, tiene ritmo y melodía. Se va haciendo cada vez más fuerte y claro. “Conozco esa canción”, me digo. Ya está lo bastante cerca como para entender la letra:

El camaleón, el camaleón,
cambia de colores según la ocasión…
Miro hacia donde proviene la voz y veo a un tipo orondo, con una túnica verde lima y amarilla. Es calvo y lleva unas gafas de sol enormes. Su piel está bronceada y reluciente. Comienza a cantar otra vez con una voz estridente, estirando las vocales y marcando mucho las erres. Es King África. Empieza a hablar con El Payaso de Micolor. Parece que se conocen. “Ya he visto suficiente aquí”. Me alejo de los dos hombres, que se pierden en la luz.

Me despierto en la habitación oscura, mirando hacia la pared. Parece que la enfermedad ha mejorado. Pienso en lo absurdo del sueño y no puedo evitar reír.